No cabe la menor duda que mucho hemos cambiado. El agotamiento de la fila de los presidenciables es una prueba clara del nuevo país que estamos viviendo.
Con el asesinato de Luis Carlos Galán Sarmiento, seguro presidente a suceder a Virgilio Barco Vargas, en 1990, se inicia el período en que los candidatos a la alta magistratura del Estado ya no son predecibles. Si bien, todos ellos han estado vinculados a la actividad política, unos más conocidos que otros, lo cierto es que ya no gozan de esa aureola de prestigio y grandeza que otrora los cobijaba, granjeada en el respeto y la admiración por los invaluables servicios prestados a la nación.
Con la promulgación de la nueva Constitución el 4 de julio de 1991, que sepultó la Carta de 1886 que venía rigiendo desde finales del siglo XIX hasta finales del siglo XX, se pretendió poner fin a tres elementos que configuraban una situación de crisis que en esos momentos vivía el país.
En primer lugar, la surgida a partir del año 74 con la disolución del Frente Nacional, que exacerbó el clientelismo, dificultó la representatividad del partido perdedor e inició la fragmentación de los mismos. En segundo lugar, el deterioro del orden público como fruto de la delincuencia común, la violencia de los grupos armados y, sobre todo, las mafias del narcotráfico que desde los años 80 le declararon la guerra al Estado para impedir su extradición. Y, en tercer lugar, la altísima desigualdad social que abonaba el camino hacia preocupantes niveles de pobreza.
A raíz de estas circunstancias el país llegó a la Constitución del 91 buscando la paz, la ampliación de la democracia y de los derechos políticos, económicos y sociales de los ciudadanos que permitiera una mayor equidad y, por ende, un fortalecimiento del mismo Estado.
Ese mayor poder otorgado al pueblo con la elección del Alcaldes por voto popular mediante el Acto Legislativo del 9 de enero de 1986 que autorizó su elección a partir de 1988 y, luego, con la elección popular de gobernadores, contenida en la nueva Carta, profundizó la corrupción política que como cáncer ha hecho metástasis en el cuerpo enfermo de la nación, haciendo poco o nada por reducir la inequidad y la desigualdad, entendida la primera como la característica de una sociedad que impide el bien común, negándose a entregarle a cada uno lo que merece y, la segunda, la injusticia en el acceso, que excluye del disfrute de una buena calidad de vida.
La paz, que aun sigue siendo esquiva, tiene en el narcotráfico su mayor enemigo, pues es el combustible que la aviva, manteniendo activa a las organizaciones terroristas y bacrines, que se han enseñoreado en amplios territorios de nuestra agreste y accidentada geografía.
Esos prohombres que en el pasado hicieron nuestra historia, y a quienes el país veía como portentosas columnas sobre quienes descansaba la grandeza de la patria, ya han desaparecido, dejando en orfandad a un pueblo que, hoy más que nunca, se duele de la falta de verdaderos estadistas que la orienten y dirijan.
Solo una montonera de ávidos burócratas se destaca en la proliferación de muy variados partidos que, sin real sustento de nobles propósitos, participan de un debate democrático cual si se tratase de un reality show. Dios quiera iluminarnos para elegir al mejorcito de todos ellos.
Alberto Zuluaga Trujillo
alzutru45@hotmail.com

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